LA SAGA DEL LADRÓN III -
LIGADURAS ARCANAS
LIGADURAS ARCANAS
No existía mejor guerrero en la tierra que Ebenaro de Narubia, y todos lo sabían. Él también, por eso era mercenario, así que vendía su talento al mejor postor. Llevaba cuatro días en Galdara y aún pretendía quedarse algunos más, sacando dinero con algún trabajo y disfrutando de las mujeres de las Tierras del Ocaso. Cuando paseaba por las calles atestadas de gente todo el mundo se giraba para mirarle, pues reconocían al espadachín del turbante rojo. Ebenaro era originario de las Tierras Áridas, en el lejano Sur. Su piel era de ébano, su complexión, atlética, y sus ojos grises le identificaban como una leyenda viva. Portaba una túnica color escarlata y un turbante a juego, un sencillo sable del Sur y un anillo con un rubí que jamás se quitaba. Un enorme hombretón rubio, quizás emparentado con los gigantes, se acercó a Ebenaro por la espalda con decisión y le arrancó la bolsa llena de oro que llevaba colgada al cinto:
— Creo que esto no lo necesitará — dijo riendo a otros dos tipos que le acompañaban. — A un mono no le hace falta dinero. — Ebenaro se giró despacio, saboreando el instante.
— Dime, pobre desgraciado, ¿acaso sabes quién soy yo? — dijo con una voz fría como el hielo. El rubio le miró asustado, pero se recompuso.
— ¿A quién llamas desgraciado? Me temo que eres tú el que no sabe con quién está hablando. Mi nombre es Trowalf el Salvaje, y no dejaré que siga vivo un insecto que me ha insultado. Dime, ¿ya estás temblando? — le amenazó Trowalf. Ebenaro le miró directamente a los ojos.
— No hay nada que temer de los muertos.
Trowalf lanzó un grito de furia y se abalanzó sobre Ebenaro como un oso, y los otros dos desenvainaron y atacaron. Ebenaro, rápido como una serpiente, desenvainó su sable a la vez que se agachaba, y con un giro y un tajo, cortó el tendón de la pierna de Trowalf, que cayó al suelo gritando. Con una serie de fintas se deshizo de los dos matones, que cayeron muertos al suelo empapando las baldosas de sangre. Ebenaro se giró hacia Trowalf, que se intentó incorporar, pero la pierna había quedado inútil. Miraba a Ebenaro con furia:
— ¿Quién demonios te crees que eres? Eres un puto extranjero que se pasea como un señor. ¡Debería matarte! — Trowalf estaba fuera de sí.
— Ya te he demostrado que no puedes matarme. Las palabras no matan, las espadas sí — dijo calmado Ebenaro.
— ¿Acaso eres filósofo o algo así? Acaba conmigo de una buena vez, pero primero dime quién eres.
— Me sorprende que no me conozcas, pero te lo diré. Mi nombre es Ebenaro de Narubia, pero me conocen como el Viento Negro — y de un tajo cortó la cabeza de Trowalf.
Ebenaro se estaba bañando para relajarse, pues esa noche tenía una reunión para contratarle. Llamó al sirviente que había solicitado específicamente, le miró con aire de superioridad y asintió con la cabeza. El chico entendió el mensaje, así que cogió una esponja y comenzó a enjabonarle todo el cuerpo, y Ebenaro sonrió satisfecho. Algunos decían que esta rara afición era debida a sus gustos homosexuales, pero Ebenaro lo hacía como una especie de ritual para olvidar su pasado. Lo que sí era cierto es que el criado era muy meticuloso, y le enjabonaba y aclaraba incluso los espacios entre los dedos, y a Ebenaro le gustaba. Cuando acabó se marchó con una moneda de oro de propina, y el mercenario se secó y se vistió, engalanándose para su reunión.
Ya casi era la hora, así que Ebenaro se colocó su turbante, se ajustó el cinto y envainó su sable. Luego fue a besar su anillo, como siempre hacía antes de un encuentro, pero no lo tenía. Una sensación de terror invadió a Ebenaro, que se puso a buscarlo frenéticamente por todas partes. Se acordó que durante el baño lo tenía, así que quizá se le había resbalado y colado por el desagüe. Sus contactos no podían esperar más, así que decidió, muy a su pesar, que iría al encuentro y después iría a los sumideros de la ciudad. Conocía el sistema de alcantarillado, pues muchas veces lo había utilizado en sus trabajos, y si algo caía por los desagües terminaba en unas cisternas enormes que había bajo la ciudad.
Caminaba por las calles oscuras, aparentando una serenidad que en el fondo no sentía, pues sin su anillo se sentía desprotegido, pero no debía reflejarlo. El mejor espadachín del mundo tenía muchísimos enemigos, y si le veían débil sería su fin. En un callejón no muy ancho le estaban esperando sus contactos: dos hombres envueltos en túnicas oscuras y con aire amenazador, pero Ebenaro no vaciló un instante:
— Buenas noches, caballeros. Teníamos acordada una cita — la voz de Ebenaro sonó todo lo firme que pudo.
— Buenas noches, ¿tú eres el Viento Negro? — preguntó el más alto de los dos.
— Quién sino se vestiría de esta forma. Sin ánimo de ser descortés, les ruego que me expongan el trabajo que me ofrecen, ya que tengo muchos asuntos que atender — Ebenaro comenzó a notar una sensación fría en la espalda, y al girarse levemente vio aparecer dos siluetas más a su espalda, con la misma indumentaria. — Malditos asesinos, ¿creéis que tenéis alguna posibilidad contra mí? — amenazó Ebenaro echando mano al sable.
— Desde luego que tu destreza es legendaria, pero creo que sin la magia de tu anillo no tienes muchas posibilidades — y una mueca de terror asomó en la cara del mercenario. Todo era una trampa. Ahora sólo dependía de su espada.
Los cuatro asesinos se abalanzaron sobre Ebenaro, y él se defendió con fiereza. Desvió una cuchillada directa a su estómago, y con el mismo giro decapitó a uno. Propinó una patada al que tenía enfrente y le lanzó contra unos barriles, se dio la vuelta para encarar a los otros dos. De nuevo dos paradas, y después una estocada que ensartó al segundo. Ebenaro se vio con posibilidades de ganar, y justo en ese momento notó una descarga que le recorrió la pierna derecha. Se dio cuenta que el asesino derribado le había lanzado una daga y le había acertado, y después otra descarga en el estómago, pues el otro le acuchilló. Ebenaro fue cayendo de rodillas por la pérdida de sangre, y comprendió cómo el destino era cruel, pues él, una leyenda viviente, pasaba a ser una leyenda muerta. Se derrumbó en el suelo, desangrándose y viendo cómo se le escapaba la vida. El asesino que le había matado recogió su sable del suelo:
— El cliente también nos pidió esto. Aquí hemos acabado. — Y desaparecieron en la noche.
En la otra punta de la ciudad, en los muelles no había nadie, menos los contrabandistas, que aprovechaban la noche cerrada para hacer negocios. En un atracadero donde estaba amarrada una pequeña goleta, una figura envuelta en una capa pagaba una moneda de oro al capitán del barco y subía a bordo. Una vez dentro, el joven sacó un anillo con un rubí que brillaba intensamente:
— Esto creo que bastará como pago por los servicios. A buen seguro que me darán un saco de oro por este anillo. Pero ciertamente tiene una belleza siniestra — dijo el chico.
Ese chico era el mismo que había bañado a Ebenaro en la posada. Rafik al-Sadam era su nombre...
Acción, intriga, suspenso. Me gustó el relato y el desenlace.
ResponderEliminarFeliz noche Javier.
Muchas gracias Alejandra. Me entusiasma que la gente disfrute leyendo mis historias.
EliminarBuen día
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