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28 de agosto de 2015

Primer relato



SANGRE Y ACERO





Una docena de Orcos yacían sin vida a sus pies, y serían muchos más antes de que el día acabase. Kástor Gairolkos era un guerrero temible, uno de los capitanes de la III Legión, al cargo del flanco derecho. Su batallón patrullaba la linde occidental del Reino Élfico, su ruta ordinaria, y se toparon con una enorme tropa de Orcos merodeadores. Se dedicaron a seguirlos a una distancia prudencial, sin que advirtieran su presencia, para ver qué se proponían los pielesverdes. Se lanzaron al ataque cuando, después de unas horas, los Orcos comenzaron a asaltar un pueblo en el margen del bosque. Los Elfos deberían haber intervenido, pero era una época de tensiones con la Gente del Bosque desde que perdieron hace un tiempo a su Príncipe cuando acudió a auxiliar a los Hombres, por lo que se habían aislado de Valkryd. Kástor ordenó la carga sobre los Orcos, que se percataron tarde del ataque por la retaguardia:

    ¡Al ataque, Hoplitas! — exclamó Kástor alzando su lanza.
    ¡Autós, Hegemon! — fue la respuesta de su batallón, que resonó hasta en el último rincón de Valkryd.

En cuestión de minutos, la situación se convirtió en un caos. Los soldados de la Legión atacaron a los Orcos, pero era una trampa: los Orcos se dieron la vuelta con las armas listas, además de otras decenas que salieron del bosque cercano para apoyar a los saqueadores. Los legionarios por un momento se quedaron perplejos, lo que les costó una buena cantidad de bajas, pero eso no minó el espíritu de Kástor y sus hombres de confianza.

    ¡Hombres, las lanzas en alto! ¡Fuerza y honor! — Kástor se dejaba la voz y las fuerzas en el combate.

La situación era desastrosa, con sangre y cadáveres por doquier, con más legionarios muertos de los que desearía. Comprendió que todo se iba al traste y decidió tomar cartas en el asunto: arrojó su escudo al suelo y desenvainó su espada, y alzó la lanza con la otra mano. Era una figura desafiante contra la marea asesina que inundaba el pueblo.
Al cabo de una hora de lucha sin descanso, tan sólo quedaba en pie Kástor y dos de sus guardias personales, hombro con hombro contra unos cincuenta Orcos, que parecía que no muriesen porque seguían siendo una enorme multitud. Los dos guardias miraron a su capitán y  se abalanzaron contra los Orcos, matando a una docena antes de caer, Kástor estaba solo. Cuando estaba preparado para lanzarse también a la muerte, vio a un niño salir corriendo de una casa en llamas, y un Orco salir detrás de él, así que no se lo pensó. Ensartó al Orco con la lanza y miró al niño sonriendo:

    No te preocupes, guerrero, tu turno ha terminado. Ahora me encargaré yo — y sonrió al niño, que temblaba de miedo.

Kástor se puso en guardia, porque defendería hasta la muerte a ese niño. Más de una treintena de Orcos se alzaban amenazantes, gruñendo y entrechocando sus armas contra los escudos para intimidarlo. Fueron tres los que se atrevieron primero a ir contra él, midiendo los pasos para tantearle. Con la rapidez de una serpiente, Kástor tiró un lance contra la garganta de un Orco, que cayó muerto, los otros dos se abalanzaron. Kástor le clavó la lanza en el tobillo a uno, dio un giro y destripó al otro con la espada, acabó con el primero con un lance al corazón. Los Orcos se pusieron nerviosos, así que la siguiente embestida fueron cinco: Kástor arrojó con todas sus fuerzas la lanza, que atravesó a uno, y se lanzó sólo con la espada. Se agachó y le cortó un tendón de la pierna a uno, se giró y destripó a otro; con una parada alta desvió un hachazo de otro Orco y a la vuelta le cortó la garganta, sólo quedaban dos. Dio una patada en la rodilla a otro y le clavó la espada en la nuca, recogió la lanza del primer Orco y se la clavó en el pecho al Orco que había herido en la pierna. Sacudió la espada para limpiar la sangre y miró desafiante a los Orcos que quedaban, los cuales gruñeron nerviosos y miraron furiosos al legionario. Decidieron lanzarse todos a la vez, para acabar con ese malnacido, mientras Kástor se mantenía impasible. El niño miraba atónito a ese héroe que le protegía.
Kástor se perdió de la vista del niño entre una multitud de Orcos, pero se escuchaba el entrechocar del metal contra el metal y la carne al desgarrarse. El niño veía cómo caían Orcos muertos al suelo, y poco a poco veía con más claridad al legionario. Al cabo de unos minutos, todos los Orcos yacían sin vida a los pies del legionario, mientras él se alzaba firme, con la armadura cubierta de su sangre y la de sus enemigos. Kástor se dirigió tambaleándose hasta donde estaba el niño acurrucado, el único superviviente del pueblo arrasado, y le sonrió feliz. Acto seguido se desplomó a los pies del niño, muerto, ensangrentado y sonriente, había cumplido con su deber.
El niño, haciendo acopio de todo su valor, se fue a por una pala y a por un cubo de agua. Después de lavarle toda la sangre a su salvador y de cavarle una tumba digna de un héroe, el niño enterró al legionario, del que ni siquiera conocía el nombre. Simplemente se quedó de pie, en silencio solemne en homenaje al caído, mientras las lágrimas resbalaban por su cara. Tenía ganas de echarse a llorar desconsolado, pero el legionario se merecía todos los honores que él le pudiera dar. Por último se despidió de su héroe:

    No te preocupes, guerrero, tu turno ha terminado. Ahora me encargaré yo — dijo el niño.




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