Rafik deambulaba con paso ligero por el bazar, envuelto en su capa de viaje e intentando no llamar la atención. Estaba atardeciendo pero aún había mucha gente en las calles, cosa que él agradeció enormemente. No paraba de mirar en todas direcciones, con la frente perlada de sudor y los ojos inquietos que no se mantenían un solo segundo en un punto fijo. Todos sabían que aquella ciudad no era segura para los que tuvieran algo de valor, pues era muy fácil encontrar a alguien dispuesto a realizar “trabajos” por una paga justa, quizá por la miseria de las barriadas, quizá por el mero placer de derramar sangre.
Rafik se encaminó a los muelles, donde estaba seguro que el trasiego de gente sería constante, impidiendo que alguien se le acercara desde las sombras. Pensó que sería lo mejor, así que en menos de un minuto se plantó allí:
— Si algún mal nacido me quiere liquidar, haré que al menos le cueste trabajo — murmuró entre dientes.
El semblante del hombre era sombrío, nervioso e inquietante. Todos los que se detenían el tiempo suficiente para observarle se alejaban apresuradamente, porque se daban cuenta de que la muerte seguía a ese hombre. Rafik entró en “La Sirena Borracha”, el tugurio favorito de todos los corsarios y contrabandistas del muelle. Estaría abarrotada, como siempre:
— Voy a echar un trago. Quizá encuentre aquí algún perro que me guarde las espaldas, siempre y cuando no le hayan pagado ya para acuchillarme.
Empujó la puerta temeroso, aunque sabía que sólo entrando allí tenía posibilidades de salvar el pellejo. Su vida no era tan valiosa como lo que tenía, sus antiguos socios ya se lo habían hecho ver antes incluso de emprender la expedición.
— ¡Tabernero! Una jarra de vino amargo, tengo razones para olvidar — le dijo Rafik, y al instante pensó que había metido la pata. No había que dar motivos para llamar la atención.
Miró en derredor buscando al tipo más brutal y despreciable del lugar. Con seguridad que le costaría una buena paga, pero la vida era más valiosa, y si conseguía salir del país con su tesoro, a buen seguro que no tendría ningún problema durante el resto de su vida. Sólo necesitaba un guardaespaldas que le acompañara hasta algún marinero que se embarcara a las Tierras Áridas, y su vida estaría resuelta. Encontró a su hombre: un tipo enorme y pelirrojo, seguramente norteño, que bebía cerveza por litros con una enorme hacha apoyada a un lado de la mesa. Se encaminó hacia él, agarrando con fuerza el colgante con el símbolo de Khalid, su dios benevolente, pero se paró en seco cuando vio un tipo con un parche que le miró fijamente. Se miraron durante unos segundos hasta que Rafik se dio la vuelta rápidamente y maldijo:
— ¡Mierda! ¡Ese tipo me busca! ¡Me ha encontrado! — Lo siguiente que hizo fue salir empujando a todo el que se cruzaba en su camino, mientras el tabernero le gritaba que era un ladrón.
Rafik salió a la calle casi sin aliento, cuando el sol casi se había ocultado por completo. Se encaminó de nuevo corriendo al bazar, sin parar de mirar hacia atrás por si el asesino le seguía, pero ya no lo volvió a ver. Esta vez ya no había tanta gente en las calles, y Rafik comenzaba a ponerse muy nervioso, de hecho, estaba muy asustado y no sabía qué hacer.
Quizá sus nervios le estaban jugando una mala pasada, pero justo cuando pensaba eso, vio con claridad una figura envuelta completamente en una túnica y la capucha calada, y supo que su vida tocaba a su fin. Para no levantar sospechas de su asesino, se encaminó a paso ligero hacia el centro de la ciudad, y observaba mientras cómo la figura lo seguía a una distancia prudencial. Debía actuar con cautela pero con determinación. Según caminaba, la distancia entre ellos se reducía, así que pensó fríamente:
— Si he de morir, trataré de llevarme a ese perro conmigo — y echó mano de la daga que llevaba ceñida al cinto.
Cuando calculó que la distancia era la adecuada, se giró con la rapidez de una serpiente y, agarrándole del cuello con la mano izquierda, dirigió la daga hacia el corazón de su perseguidor, pero la capucha cayó hacia atrás y vio un rostro desfigurado por el terror y la lepra:
— ¡Por favor, señor! ¡No me matéis! — dijo el leproso, que lloraba de miedo.
— ¡¿Por qué me sigues?! ¡¿Qué quieres?! — dijo Rafik furioso.
— La limosna no me es suficiente, y pensaba robaros la bolsa... Pero os juro que me arrepiento, ¡no me matéis, señor! — suplicó el desgraciado.
Rafik sostenía a aquel miserable que lloraba desconsolado, mientras una señora observaba la escena asustada e indignada a partes iguales. Rafik soltó al leproso, que huyó despavorido, mientras la mujer se alejaba también corriendo, temiendo ser la próxima víctima de aquel demente. El pobre desdichado en que se había convertido Rafik se guardó la daga y se puso a deambular por las calles oscuras, ausente del mundo que le rodeaba. ¿Y si sus antiguos socios no lo buscaban? Ellos se habían llevado su peso en oro, y él solamente un anillo. Quizá había conseguido escapar. Sacó de un bolsillo oculto aquel botín que le traía de cabeza: una banda de oro con un rubí engarzado. A simple vista no parecía otra cosa que uno de los innumerables anillos que enjoyaban las manos de los Señores, pero había algo en él que lo hacía diferente, único.
— Rafik al-Sadam, ¿me equivoco? — dijo una voz femenina a la espalda de Rafik. Éste se giró sobresaltado.
— ¡¿Quién demonios eres tú?! — Pero ya sabía quién era esa mujer. Era la que se había cruzado hacía unos minutos, que lo observaba mientras amenazaba al leproso.
— Me envían a por ti. Me dijeron que te llevaste algo que no es tuyo, y parecían muy enfadados... — dijo la asesina en tono burlón.
— ¡Sólo es un anillo, maldita sea! ¿De verdad es tan grande mi crimen? — replicó indignado Rafik.
— A mí no me pagan por preguntar, mi buen señor. A mí me pagan por resolver problemas, y tú eres el problema de alguien — y sacó una daga oscura del cinto.
— ¡Espera! Soy un gran ladrón... — Rafik veía su final.
— Ya lo sé, por eso estás así — dijo la mujer sonriendo. — A veces hay que saber cuándo mostrar el talento, si no, te puedes meter en líos...
— De verdad, te daré lo que me pidas, lo que sea. Lo que quieras te lo daré — suplicó Rafik.
— Lo siento, pero los Cuchillos jamás dejamos un trabajo sin hacer. Tenemos una reputación que mantener. ¿Qué clase de asesina a sueldo sería si dejara escapar a mi “encargo”? — la asesina estaba dispuesta a lanzarse sobre él de un momento a otro.
— ¡Por favor! — Rafik agarró fuertemente el anillo y comenzó a rezar. — ¡Oh, Gran Khalid! Te suplico que me salves de la muerte y juro que mi alma inmortal estará a tu servicio por toda la eternidad. — La asesina se lanzó contra él, y Rafik cerró los ojos. Quedó extrañado al ver que no pasaba nada, pero un destello le cegó aún con los ojos cerrados.
Cuando abrió los ojos, sólo vio un montón de cenizas donde debería estar la asesina, y una figura etérea flotando delante de él, con la piel de color carmesí y los ojos ambarinos, que lo miraba fijamente:
— ¿Khalid? ¿Me has salvado? — dijo asombrado Rafik.
— Ya habrá tiempo para presentaciones, buen hombre. Pero antes de nada, ¿qué dijiste sobre tu alma? — y sus ojos ambarinos adquirieron un gesto diabólico, y su sonrisa dejó ver dos hileras de dientes afilados como cuchillos.
Rafik al-Sadam sintió un frío que le caló hasta los huesos...
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